Por contraste, el Juli
Ya sea de diseños, de retablos marianos, de cerámicas etruscas o de videoinstalaciones friquis, para que una exposición pueda reconocerse con ese nombre debe reunir tres condiciones mínimas, a saber: las piezas deben acompañarse del nombre del autor, o indicarse que se desconoce mediante el recurrido “anónimo”, que implica haber hecho el esfuerzo de buscarlo aunque haya sido fallido; deben datarse lo más aproximadamente posible, ya sea el año, la década o el siglo; y debe aparecer el nombre del comisario o comisarios, que identifican así su responsabilidad teórica y ponen a juicio del respetable su prestigio, y también porque toda selección implica subjetividad y es imprescindible que haya a quien agradecérsela o afeársela.
A partir de aquí, cuando alguno de estos tres requisitos falla, se tambalea eso que llamamos rigor expositivo. A veces la ausencia de uno de ellos es contraprestada por los otros dos y la exposición se salva, dificilmente lo hará si son dos de estos requisitos los que no se cumplen, y cuando ninguno de los tres se produce nos hallamos ante un despropósito hiriente, ante la muestra fehaciente de que las cosas siempre son susceptibles de hacerse peor.
Así ha sucedido con la exposición “Evolución. El diseño industrial entre siglos”, que tiene lugar en la Lonja de Zaragoza, organizada por el Cadi (Centro Aragonés de Diseño Industrial). Si hay que reconocerle un más que aceptable despliegue expositivo y un recorrido didáctico intencionado, queda todo ello empañado por un desprecio a la autoría y el rigor, eso sí, a mayor gloria de las empresas y en detrimento siempre de los diseñadores.
El Cadi, que lleva lo de industrial en el nombre, es de los que no se ha dado cuenta de que los límites, además de limitar, atrofian. Si la mayoría de los centros de promoción han evolucionado hacia una visión generalista del diseño donde las lindes entre gráfico y de producto están difusas, el Cadi se mantiene firme en sus trece: sólo lo industrial merece la pena, e indefectiblemente y para evitarse críticas como ésta, en cada iniciativa al despliegue de lo industrial acompañan alguna pincelada anecdótica de lo gráfico. Con “amigos” como éstos, los diseñadores no necesitamos enemigos.
Y por contraste, llego a casa y el azar del mando a distancia me lleva a un programa empezado, el de Boris y la Sineriz en la Cuatro. Reconozco la voz inconfundible del Juli, que dentro del formato (divulgativo, ligero, superficial) es capaz de desplegar sus mejores artes escénicas y de convencimiento para hablar de diseño. Al Juli la cámara le adora, es evidente, incluso aunque le hayan peinado mal. Le bastan unos pocos minutos para hacerse dueño y señor de la situación, y con el atropello que el medio exige pero con una contundencia feroz es capaz de hacer por la promoción del diseño mil veces más de lo que conseguirían cienes de exposiciones como la aludida. Juli se somete al estilo del show y desde dentro desmenuza, evangeliza, aclara y sienta cátedra. Y todo ello con una dosis de azúcar que sólo él es capaz de mesurar de esa manera. Y pienso en lo uno, y pienso en lo otro, y me doy cuenta de que un Juli con cinco minutos de televisión es más que lo que algunos poderes hacen en muchos meses con sus grandes presupuestos. De lo banal a lo imprescindible. De lo anecdótico a lo esencial. Ahí es nada.
(de Pseudonimma)
Este blog está discontinuado
Hola. Este blog ya no se actualiza. Pero me pareció bien que todo este material siguiera estando ahí. Por si alguna vez alguien quiere leerlo, y por contribuir a la basura informática.
Puedes ver y leer lo que hago y escribo ahora en instagram,
en facebook, en twitter...
Puedes ver y leer lo que hago y escribo ahora en instagram,
en facebook, en twitter...
28.12.05
18.12.05
La librería Panta Rhei de Madrid (c/ Hernán Cortés, 7) se ha convertido en un lugar de referencia para ilustradores, diseñadores gráficos, y demás faunos relacionados con la imagen. Hasta el 31 de enero además puede visitarse en su sótano una exquisita exposición de Isidro Ferrer. Y lo que es mejor, si aun queda alguna, tienen serigrafías de Isidro a la venta por veinte ridículos eurillos.
13.12.05
Mercado editorial (conclusión): ¿donde está el futuro?
Podría pensarse que no queda un lugar para la esperanza, pero no es así. El futuro del libro pasa, necesariamente, por recuperarle los valores que le son únicos y dejar de intentar potenciarle los que le son comunes a cualquier otro tipo soporte de ocio y cultura. Eso, que ya está sucediendo, conseguirá que cada vez más editores y lectores encuentren en la calidad de la edición el punto de encuentro entre sus intereses. De momento, está sucediendo sobretodo en las ediciones no comerciales (libros de arte, catálogos de exposiciones, ediciones de museos y centros culturales...), un género que se nos antoja hoy un auténtico baluarte, aunque sea de la mano del despilfarro publico, ya que no es exagerado decir que por cada diez ediciones prescincibles y banales, una merece realmente la pena. Pero cada vez más, y puesto que la fórmula funciona, estamos viendo como se traslada esta proporción al mundo de las ediciones comerciales. Y mientras dure... lo que venga después, mejor no saberlo.
Podría pensarse que no queda un lugar para la esperanza, pero no es así. El futuro del libro pasa, necesariamente, por recuperarle los valores que le son únicos y dejar de intentar potenciarle los que le son comunes a cualquier otro tipo soporte de ocio y cultura. Eso, que ya está sucediendo, conseguirá que cada vez más editores y lectores encuentren en la calidad de la edición el punto de encuentro entre sus intereses. De momento, está sucediendo sobretodo en las ediciones no comerciales (libros de arte, catálogos de exposiciones, ediciones de museos y centros culturales...), un género que se nos antoja hoy un auténtico baluarte, aunque sea de la mano del despilfarro publico, ya que no es exagerado decir que por cada diez ediciones prescincibles y banales, una merece realmente la pena. Pero cada vez más, y puesto que la fórmula funciona, estamos viendo como se traslada esta proporción al mundo de las ediciones comerciales. Y mientras dure... lo que venga después, mejor no saberlo.
12.12.05
Mercado editorial, y 2: El encargante
Parece una cuestión baladí, y sin embargo, detrás esconde posiblemente una de las causas con más peso específico en el descenso de calidad del diseño editorial.
El diseño editorial es sin duda vocacional, en el sentido más sacerdotal de la palabra: como los frailes, los diseñadores editoriales deberán recibir la llamada del libro, y abrazar el voto de pobreza antes de dedicarse profesionalmente a diseñar cubiertas e interiores.
Bromas aparte, tradicionalmente un libro –o una colección en su caso– se consideraba dentro de la estructura jerárquica y funcional de las editoriales como un proyecto unitario. Un director de proyecto (en algunas editoriales lo llaman responsable editorial, en otras simplemente editor) supervisaba todo el proceso y engarzaba el trabajo de los distintos participantes, actuando no sólo como responsable, sino muchas veces como árbitro. Así el diseñador reportaba a una única persona con autoridad máxima en su parcela, que además actuaba de hombre bueno (o mujer, entiéndaseme bien) en la relación no siempre fluida, muchas veces incluso tormentosa, entre el portadista y el autor del texto, quien considera el libro como algo suyo en el conjunto, lo que le daría derecho a opinar e imponer en todo aquello que le afecte.
Son pocas las editoriales que siguen respetando este esquema. En la mayoría, aquel responsable editorial lo sigue siendo de todo el libro excepto de las cubiertas. La consecuencia ha sido catastrófica. En esa situación, los buenos diseñadores de libros, han perdido cualquier ilusión por entregarse a la definición gráfica de los interiores, la parte menos agradecida pero no por ello menos importante, a sabiendas de que no podrán hacer también la portada. De este modo, la calidad de los diseños de interiores ha caído en picado, y es actualmente realizada en muchos casos por reconvertidos montadores de imprenta (con todo respeto lo digo), o diseñadores nobeles, menos preparados. Las cubiertas, a su vez dependerán del departamento de Marketing o de ventas: serán contratadas como un packaging, con criterios exclusivamente de impacto en el lugar de venta, como sucede con un tarro de mermelada o un Brick de leche. Serán sometidos a test de percepción y de reacción del comprador, y los resultados de estas pruebas serán argumento de peso específico en las decisiones.
En ese proceso, se pierde por un lado la especialización del diseñador de libros, porque el “oficio” deja de ser un grado ante la hegemonía del “eficacismo”. Ahora el experto deberá serlo en pasar los pretest (y los hay, buenísimos, aunque sean diseñadores mediocres). El buen diseñador de libros quedará para unas pocas ediciones o se reciclará para abarcar otros terrenos que le garanticen la subsistencia.
Parece una cuestión baladí, y sin embargo, detrás esconde posiblemente una de las causas con más peso específico en el descenso de calidad del diseño editorial.
El diseño editorial es sin duda vocacional, en el sentido más sacerdotal de la palabra: como los frailes, los diseñadores editoriales deberán recibir la llamada del libro, y abrazar el voto de pobreza antes de dedicarse profesionalmente a diseñar cubiertas e interiores.
Bromas aparte, tradicionalmente un libro –o una colección en su caso– se consideraba dentro de la estructura jerárquica y funcional de las editoriales como un proyecto unitario. Un director de proyecto (en algunas editoriales lo llaman responsable editorial, en otras simplemente editor) supervisaba todo el proceso y engarzaba el trabajo de los distintos participantes, actuando no sólo como responsable, sino muchas veces como árbitro. Así el diseñador reportaba a una única persona con autoridad máxima en su parcela, que además actuaba de hombre bueno (o mujer, entiéndaseme bien) en la relación no siempre fluida, muchas veces incluso tormentosa, entre el portadista y el autor del texto, quien considera el libro como algo suyo en el conjunto, lo que le daría derecho a opinar e imponer en todo aquello que le afecte.
Son pocas las editoriales que siguen respetando este esquema. En la mayoría, aquel responsable editorial lo sigue siendo de todo el libro excepto de las cubiertas. La consecuencia ha sido catastrófica. En esa situación, los buenos diseñadores de libros, han perdido cualquier ilusión por entregarse a la definición gráfica de los interiores, la parte menos agradecida pero no por ello menos importante, a sabiendas de que no podrán hacer también la portada. De este modo, la calidad de los diseños de interiores ha caído en picado, y es actualmente realizada en muchos casos por reconvertidos montadores de imprenta (con todo respeto lo digo), o diseñadores nobeles, menos preparados. Las cubiertas, a su vez dependerán del departamento de Marketing o de ventas: serán contratadas como un packaging, con criterios exclusivamente de impacto en el lugar de venta, como sucede con un tarro de mermelada o un Brick de leche. Serán sometidos a test de percepción y de reacción del comprador, y los resultados de estas pruebas serán argumento de peso específico en las decisiones.
En ese proceso, se pierde por un lado la especialización del diseñador de libros, porque el “oficio” deja de ser un grado ante la hegemonía del “eficacismo”. Ahora el experto deberá serlo en pasar los pretest (y los hay, buenísimos, aunque sean diseñadores mediocres). El buen diseñador de libros quedará para unas pocas ediciones o se reciclará para abarcar otros terrenos que le garanticen la subsistencia.
10.12.05
Mercado editorial 1: El “Fast Book”
Al igual que hablamos de comida rápida (y de comida basura) podemos empezar a hablar de edición de rápido consumo. No me refiero a las ediciones de bolsillo o económicas, que poco tienen que ver con esto y por las que siento una especial devoción, sino a la voracidad con que los editores hoy nos empeñamos en recuperar inversiones, agotar ediciones y reducir estocajes. Víctimas del imperio de la logística y la distribución, nos hemos dejado arrastrar por quienes han entendido que el futuro del libro pasa más por las leyes del consumo de supermercado, del factor impulso, que por la relación intelectual con su contenido y espiritual con el objeto en sí.
No negaré que desde el punto de vista de las ventas el fenómeno está siendo muy interesante para unos pocos editores, (los de siempre, si se me permite) y para muchos otros quizá es una tabla de salvación a la que aferrarse para no naufragar en los torbellinos del revuelto mar de las librerías...
A bote pronto, se me ocurren algunos argumentos a favor de quienes entienden así el futuro de la edición. En primer lugar, las casas son cada día mas pequeñas, y otros elementos de ocio (grandes televisores y reproductores de distintos formatos, videoconsolas de juegos, ordenadores con su parafernalia de impresoras, escáneres, camaras digitales...) ocupan buena parte del espacio que antaño quizá hubiera sido orgullosamente dedicado a la biblioteca familiar. Incluso cuando existe, en ella los libros se ven obligados, no siempre con éxito, a hacerse un hueco entre las películas grabadas de la televisión, compradas en los canales de la piratería o simplemente “bajadas” de la red. Con todo ello, el libro para acompañarnos durante toda nuestra vida, ese con el que establecíamos una relación objetual más allá de la acumulación de contenido escrito y visual, ha dejado de ser un modelo a seguir.
También podría argumentarse, y no sin parte de razón aunque nos pese, que es imposible mantener un mercado editorial sobresaturado de nuevos títulos cuando no aumenta en la misma proporción ni el número de lectores ni la cantidad de libros leídos: las tiradas son cada día más cortas, y la distribución no puede soportar durante años en sus estantes tal cantidad de libros que no se venden.
Por último, y este parece ser el argumento imperante, el libro tienen que competir no sólo en ventas sino en horas de consumo con ofertas alternativas que cuentan con cautivadores argumentos, que apelan a los sentidos de la manera más primaria pero quizá por ello la más eficaz: los videojuegos, el cine en casa, los ordenadores, la red, la ingente oferta de contenidos televisados simultaneamente han hecho del acto de la lectura un ejercicio heróico. Con ello, para muchos editores el nuevo marketing editorial es la unica manera de competir al enemigo con sus mismas armas.
Al igual que hablamos de comida rápida (y de comida basura) podemos empezar a hablar de edición de rápido consumo. No me refiero a las ediciones de bolsillo o económicas, que poco tienen que ver con esto y por las que siento una especial devoción, sino a la voracidad con que los editores hoy nos empeñamos en recuperar inversiones, agotar ediciones y reducir estocajes. Víctimas del imperio de la logística y la distribución, nos hemos dejado arrastrar por quienes han entendido que el futuro del libro pasa más por las leyes del consumo de supermercado, del factor impulso, que por la relación intelectual con su contenido y espiritual con el objeto en sí.
No negaré que desde el punto de vista de las ventas el fenómeno está siendo muy interesante para unos pocos editores, (los de siempre, si se me permite) y para muchos otros quizá es una tabla de salvación a la que aferrarse para no naufragar en los torbellinos del revuelto mar de las librerías...
A bote pronto, se me ocurren algunos argumentos a favor de quienes entienden así el futuro de la edición. En primer lugar, las casas son cada día mas pequeñas, y otros elementos de ocio (grandes televisores y reproductores de distintos formatos, videoconsolas de juegos, ordenadores con su parafernalia de impresoras, escáneres, camaras digitales...) ocupan buena parte del espacio que antaño quizá hubiera sido orgullosamente dedicado a la biblioteca familiar. Incluso cuando existe, en ella los libros se ven obligados, no siempre con éxito, a hacerse un hueco entre las películas grabadas de la televisión, compradas en los canales de la piratería o simplemente “bajadas” de la red. Con todo ello, el libro para acompañarnos durante toda nuestra vida, ese con el que establecíamos una relación objetual más allá de la acumulación de contenido escrito y visual, ha dejado de ser un modelo a seguir.
También podría argumentarse, y no sin parte de razón aunque nos pese, que es imposible mantener un mercado editorial sobresaturado de nuevos títulos cuando no aumenta en la misma proporción ni el número de lectores ni la cantidad de libros leídos: las tiradas son cada día más cortas, y la distribución no puede soportar durante años en sus estantes tal cantidad de libros que no se venden.
Por último, y este parece ser el argumento imperante, el libro tienen que competir no sólo en ventas sino en horas de consumo con ofertas alternativas que cuentan con cautivadores argumentos, que apelan a los sentidos de la manera más primaria pero quizá por ello la más eficaz: los videojuegos, el cine en casa, los ordenadores, la red, la ingente oferta de contenidos televisados simultaneamente han hecho del acto de la lectura un ejercicio heróico. Con ello, para muchos editores el nuevo marketing editorial es la unica manera de competir al enemigo con sus mismas armas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Álvaro Sobrino. Diseñador gráfico, periodista y editor.
Mantiene una columna en la revista VISUAL, con el nombre de Crónicas de Pseudonimma, donde recoge opiniones de otros y las suyas propias acerca de la actualidad del diseño español.